De lo sonoro nace la imagen
Fernando Gálvez de Aguinaga
Imaginemos que la batuta de un director de orquesta se transfigura en pincel, que el seguimiento de los ritmos de la composición y las indicaciones para la incorporación de determinados instrumentos en los tiempos de la pieza musical no son únicamente movimientos en el aire, sino que las trayectorias de la mano y brazo y batuta, generan líneas, salpicaduras, manchas coloridas, puntos, brochazos, atmósferas. M. Pujol Baladas lleva años trabajando frente a la tela mientras su estudio es inundado por la música de los grandes compositores del mundo, pero su trabajo pictórico no se limita a tener por fondo una atmósfera sonora, hay algo más, desde hace ya tiempo que los colores y los trazos, las materias mezcladas con las pinturas, buscan en el trabajo de este creador español trasladar el universo de sensaciones que surge en sus adentros mientras escucha una sinfonía, una sonata para piano o una canción de los Beatles. Acto alquímico por excelencia, el arte intenta transfigurar el mundo a las materias propias de cada disciplina, así, Pujol Baladas se ha entregado a la aventura de convertir en visible lo sonoro, de traducir a formas, líneas y tonalidades cromáticas las notas de una melodía, es sin lugar a dudas un gran explorador del fenómeno de la sinestesia, consistente en trasladar las cualidades de un sentido hacia otro en la obra artística. Más que el desarreglo de los sentidos al que cantaba Rimbaud, la exploración límite de los mismos para intentar lo imposible: decir con una imagen detenida en el tiempo, lo que acontece en el transcurso de una trama melódica.
Dos de las series más recientes de M.Pujol Baladas se abocan al diálogo con trabajos de dos compositores excelsos, por un lado el poderoso Beethoven con su potente quinta Sinfonía y por el otro, Carlos Chávez, con sus mexicanísimas y expresivas composiciones para arpa. De inmediato vemos como Pujol traduce en la tela lo que escucha, los sonidos del arpa se vuelven por momentos delgados escurrimientos de pintura sobre una atmósfera orquestal de gradaciones cromáticas, mientras que en los trabajos dedicados a la quinta de Beethoven, los brochazos se vuelven gruesos, no hay más fondo que las determinadas y expresivas franjas cromáticas que atraviesan la composición como penetran en la sala de conciertos los conjuntos instrumentales con su ímpetu sonoro, con sus controlados arrebatos de pasión que suena y resuena en contrapuntos orquestales y luego se fugan para dar paso a otra estampida de notas.
Pero las traducciones visuales de la música que hace Pujol Baladas no se limitan a gestos pictóricos, la inteligente asimilación que del llamado arte matérico catalán que ha hecho el artista, lo llevan a reforzar sus composiciones, cuando lo cree necesario, con capas de cemento que mezcla con la pintura para darle grosor a un trazo y de ese modo enfatizar la gruesa sonoridad de un pasaje musical. Así también, en otras obras, pega cartones que con sus texturas sugieren ritmos y calidades del timbre de un instrumento que vaga por la sinfonía. Además del discurso de las materias, vemos que la organización compositiva busca plasmar las complejidades orquestales de la obra a la que se refiere. No hay soluciones fáciles a pesar de la aparente espontaneidad que reflejan los cuadros, el grosor de una línea o el arrebato de un escurrido que aparentemente es un mero accidente pictórico, quieren expresar algo preciso sobre determinado arreglo o momento musical. La inclusión del dibujo de algunas notas, habla de momentos claves en una sinfonía, que de pronto con un acento tonal abren la pieza a vastas dimensiones sensoriales que diferencian al gran creador del mero técnico musical, y los oídos de Pujol Baladas ya son expertos cazadores de esos puntos de inflexión; él es un refinado compositor de imágenes, un preciso y no menos apasionado director en la orquesta de lo pictórico.
Sinfonía no. 1, Gustav Mahler
Oscar Mertz Río
Budapest. 13 de noviembre de 1889. El director de la Real Opera Húngara aparece en un recital, por primera vez, como acompañante al piano de la afamada soprano Bianca Bianchi. El programa incluye lieder del propio director y de Karl Loewe. El concierto es un éxito. La crítica lo llena de elogios por su gran calidad pianística. “La belleza de sus canciones y su impecable acompañamiento lo han hecho el héroe de la noche. Tal parece que su destino es el de abandonar los campos de batalla victorioso”, escribió un crítico.
Budapest. 20 de noviembre de 1889. El Teatro de la Orquesta de la Sociedad Filarmónica está lleno a tope. Es el estreno de un Poema Sinfónico en Dos Partes (posteriormente se convertiría en la Primera Sinfonía) del director de la Real Opera Húngara. El concierto de la semana anterior ha creado una gran expectativa entre ese público que se encuentra en el umbral de lo desconocido, umbral que provoca un estado de excitación en unos, de estremecimiento en otros y de curiosidad en todos.
Tiempo después, Gustav Mahler, ese director de la Real Opera Húngara escribiría a su gran amiga y compañera del Conservatorio de Viena, la violinista Natalie Bauer-Lechner: “Después de que estrené mi Primera Sinfonía en Budapest, mis amigos me evitaron; ninguno se atrevió a mencionar la función y anduve por la vida como un leproso o un forajido. Bajo esas circunstancias podrás imaginar cómo fue la crítica de mi obra”.
En efecto, la recepción de la obra fue totalmente adversa y hostil. Sin duda, esa crítica fue influenciada por la reputación de Mahler como el controvertido, autoritario y perfeccionista director de la ópera, pero seguramente fue la incómoda audacia de la música lo que provocó el rechazo de ese público tan nacionalista, tan magiar.
En la Primera Parte, con sus tres movimientos, escucharon sonidos de la naturaleza, sonidos que Mahler recordaba de los paseos que hizo con su padre en su infancia por los bosques cercanos a Iglau, Moravia: el canto del cucú, el sonido del viento atravesando los pinos, el sonido distante de las cornetas del cuartel... el despertar de la naturaleza tras la larga siesta invernal. Un ländler suave, jovial, delicioso que convierte la alegría en profunda meditación. Hasta este momento era música que no ofendía al público.
La Segunda Parte y sus dos movimientos, hicieron la diferencia: escucharon sonidos estruendosos y disonantes, que rompían con el modelo clásico de la sinfonía pan-germánica, que rompían con Brahms y Schumann...sonidos que se acercaban y rebasaban al maestro Bruckner y al compañero Rott.
El mayor shock para ese público, llega en la forma de una Marcha Fúnebre que comienza con dos compases del timbal que a su vez da entrada a la voz de un contrabajo que canta el “Bruder Martin” (versión alemana del Frère Jacques). Conforme termina la marcha, inicia un tema popular húngaro en el que la indicación en la partitura dice “Mit Parodie”. El osado compositor hacía una caricatura de un glissando gitano, tema que simbolizaba una sociedad de café y su omnipresente música popular en el fondo. Al final de la obra regresa el tema del primer movimiento, más agitado, más intenso, con una conclusión triunfalista, el triunfo de la vida sobre la muerte. Terminaban de conocer a un Mahler cáustico y sarcástico poseedor de una mente perfectamente dramática.
Abucheos y gritos. Los críticos y el público permanecieron sordos y ajenos a la nueva propuesta musical de Mahler.
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Primer Movimiento: Langsam. Schleppend - Immer sehr gemächlich : Lento. Arrastrándose – Al principio muy tranquilo.
Ciudad de México. 15 de diciembre de 2007. Manel Pujol Baladas, catalán de nacimiento, mexicano por amor, pintor que hace suyo el arte más abstracto para crear su arte muy abstracto, recibe la sugerencia de hacer un cuadro inspirado en la música de Gustav Mahler. La idea comenzó a flotar en su imaginación.
Segundo Movimiento: Kräftig bewegt : Intensamente agitado, pero no demasiado deprisa.
Ciudad de México. 26 de mayo de 2008. Pujol Baladas está en su estudio e inserta en el aparato de música un C.D. que contiene la Primera Sinfonía de Mahler. Es la primera vez que va a escuchar la obra a conciencia. Se encuentra en el umbral, umbral que le provoca un estado de curiosidad, pero sobre todo, un estado de excitación. Cruza ese umbral y queda profundamente conmovido porque esta música conmueve porque mueve.
Se da cuenta de que la música de Mahler expresa sentimientos en sí, pero también evoca sentimientos que se agitan entre ámbitos abstractos y concretos indistintamente y quedan en juego las emociones que se dejan llevar en el espacio y en el tiempo.
Prepara un lienzo de 100 X 150 centímetros. Su paleta, habitualmente polícroma, tiene solamente dos colores: blanco de titanio y negro...y muy cerca sobre la mesa, polvos de mármol, o mejor dicho, polvos de estrellas. Traza una serie de brochazos sobre el lienzo que constituyen una sinfonía cuyo ideal estético se cifra en una maravillosa combinación de trazos.
Abstrae de la obra de Mahler los contrastes de ironía, pathos, la vida, la muerte y con gran visión y pasión, la lucha del héroe o mejor aún la lucha del hombre contra el destino.
Tercer Movimiento: Feierlich und gemessen, ohne zu schleppen : Solemne y contenido, sin arrastrarse.
Esa importante obra de la literatura musical lo inspira a pintar no un cuadro, sino una serie, dramática, enorme, de una fuerza y espíritu desbordados; dieciseis cuadros, cuatro por cada uno de los movimientos de la sinfonía.
Hace honor a Nietzsche permitiendo que la música libere su espíritu, y le dé alas a sus pensamientos. Pujol se va volviendo cada vez más pintor, más músico y más humanista.
Cuarto Movimiento: Stürmisch bewegt : Tempestuosamente agitado.
Manel se enfrentó a una experiencia musical y realizó una interpretación emocional, abierta y abstracta, relacionada con hechos concretos: la experiencia vivida y compartida. El estímulo musical ha sido absoluto. Ha creado un Poema Pictórico inspirado en una sinfonía originalmente concebida como Poema Sinfónico.
Muss es sein? Es muss sein!
¿Debe ser? ¡ES!
Gérard Xuriguera
“El tema no pasará nunca de moda”, decía Monet. Esta reflexión premonitoria, tras más de medio siglo de invasoras abstracciones, confirma que ni las modas, ni los asaltos conjugados de los que las generan o las explotan, han conseguido evacuar el peso de lo real. Por otra parte, la vuelta a la figura y a sus ebrios desenfrenos, en particular durante el decenio de los 80 entre las nuevas generaciones, junto a los impenitentes que no la habían marginado nunca, muestra claramente que, al contrario de lo que ocurre en el campo científico, en el arte no hay progreso, sólo fenómenos alternativos. Lo que no significa olvidar que, a la luz del permanente enriquecimiento, nuestro enfoque actual de la realidad no es el mismo que el de antaño. Amén de las nuevas aportaciones técnicas, el modo de contemplar las cosas no es menos esencial. Y, pese a la internacionalización del arte, intervienen asimismo en la visión del mundo factores de orden sociológico, etnográfico, antropológico, cultural y estético, en los que reside a menudo la diferencia.
Refractario al culto segregacionista de la no-figuración, Manel Pujol Baladas pertenece a la categoría de los irreductibles que no han querido renunciar jamás a la representación de lo visible. Sentimos inmediatamente en su trabajo la necesidad de apoyarse en lo tangible para decir el mundo. Catalán de Barcelona, este sólido terrestre de la gran ciudad portuaria se halla sin duda demasiado vinculado a sus raíces como para haber sacrificado los valores que fundan la especificidad de la expansión mediterránea. Lleva en si, consciente o inconsciente, los resplandores del gótico flamígero, la austeridad del románico, el rigor de los primitivos, la fastuosidad del arte bizantino, y, paralelamente, la pasión por lo real, el sentido de las proporciones, el discernimiento y la claridad compositiva.
Sin embargo, frente al deslumbrante espectáculo de una cotidianidad cuya abundancia dispersa a la retina, no se deja apresar por la sensación inmediata, sino que pinta el eco que su imaginación le revela. Es decir, que lo que Pujol Baladas pinta es más bien al mismo tiempo la forma y su esencia, que su concepto. Su estilo es, en efecto, directo y no intenta nunca silenciar la presencia del objeto. Recreando bodegones, paisajes o rincones urbanos a partir de una construcción que le es particular y donde la realidad se convierte a veces en simple pretexto, consigue mantener un equilibrio constante entre el motivo elegido, su tratamiento pictórico y la intención inicial.
En posesión de un maduro oficio, Pujol Baladas plasma sus climas con rasgo sinuoso y carbuncal, vigía de masas estriadas, asignando espontáneamente a cada elemento su justo emplazamiento a cada color su contrapunto, a cada reserva su densidad medianera, todo ello con un espíritu de aventura envuelto en sorprendentes vértigos. En efecto, esta pintura, jamás apacible, exhibe su vacilante asiento, con su vegetación y sus árboles curvados bajo la tramontana, con sus torres de través, con sus botellas y sus peces arrastrados por una curiosa ronda, como izados por una ola subterránea. En las turbulentas superficies, la incorporación de collages viene a aportar un peso de realidad bruta suplementaria, con una adhesión todavía mayor a la vida.
A lo largo de estas composiciones dinámicas y zozobrantes, se perfila un léxico barroco que cubre un doble registro: las líneas de fuerza y las alianzas cromáticas. Pujol Baladas se limita a lo esencial, aligerando o absorbiendo los detalles, cambiando de ritmo, realzando o rebajando los contrastes, uniendo luz y materia en idéntico soplo regulador. Y, aunque practica el accidente controlado, sabe domeñar perfectamente sus pulsiones sin dejar por ello de ofrecer sonora respuesta a sus emociones.
En constante transformación, con su rico bagaje de dudas y desvíos, la pintura de Manel Pujol Baladas despliega espacios inteligibles que celebran paradójicamente los secretos movimientos del orden natural.
D.S.
Si tuviéramos que catalogar a Manel Pujol Baladas dentro de un movimiento pictórico, lo definiríamos como un paisajista-lírico-gestual, pero estaríamos omitiendo una buena parte de su verdadero trabajo; faltaría hacer hincapié en la dimensión onírica y el paso de lo percibido por el tamiz de la memoria.
Manel Pujol almacena amplios fragmentos de paisajes y los vuelve a soñar antes de restituirlos en el lienzo con lo que parece ser una fuerte y alegre urgencia.
Tiene cabida cerca de la tradición de los paisajistas del siglo pasado o antepasado, comparte con ellos el gusto para los formatos horizontales alargados y las marinas, pero, para él, el horizonte ya no es la demarcación entre lomas, campos, bosques y el cielo. Todo se une, se funde, el algodón de las nubes y la espuma del mar: “C’est la mer mêlée au soleil” de Arthur Rimbaud.
Un trabajo cercano a la música, donde la improvisación, en el sentido jazzístico del término, tiene una gran importancia, y donde Turner parece extender una paleta vibrante a Jackson Pollock.
Santiago Espinosa de los Monteros
LOS PACTOS DE PUJOL BALADAS
Desde hace muchos años Manel Pujol Baladas parecería que está buscando el cuadro abstracto perfecto. Sus aproximaciones en esta búsqueda han sido acompañadas por intensas investigaciones en el color e incluso en la manera física de aplicar los pigmentos y tratar al soporte. Por eso es usual ver piezas a las que ha roto el lienzo y atado cordeles como si quisiera ceñirlos y hacerlos parecer la cortina de un extraño teatro inexistente.
En un solo cuadro pueden coexistir los más rudos trazos y manchones de color junto con delicadísimas veladuras y accidentes fingidos colocados minuciosamente. Quizá por eso sus piezas desconciertan en una primera mirada, pero al poco de observarlas hay que recibirlas como quien se enfrenta a una persona nueva, llena de contradicciones listas para ser descifradas.
A diferencia de muchos creadores contemporáneos, Pujol conserva el espíritu de la escuela catalana de pintura, especialmente de aquellos fundadores como Tapies, Broto, incluso Antonio Saura con quien alguna vez compartió espacios en exposiciones colectivas de su juventud, y que tenían como norma enfrentarse a la tela o al papel de una manera brutal, sin dibujo previo, si acaso con el cuadro apenas formándose en su cabeza y que iba tomando forma bidimensional, como si fuese un nacimiento paralelo.
La serie de piezas hechas sobre papel a partir de la música de Giuseppe Verdi está trabajada con aguadas y carborundum. En estas obras, todas ellas en una rica gama de tonalidades grises, existen aún las 5 líneas del cuaderno pautado; las notas se ven a veces de modo muy claro y otras no tanto, pero el tema narrativo musical está siempre ahí. La serie de Verdi es intensa, oscura en apariencia y en su bitonalidad cromáticamente impecable, propositiva…
Pujol Baladas es quizá uno de esos raros autores contemporáneos que todavía creen en las musas, que saben que la inspiración existe como existe el poder de un poema para enamorar, que tienen por ley hacerle caso a los impulsos y a las ideas escucharlas solamente para pelear una posición política, no importa que sean sólo ejercicios de sostenimiento de una juventud militante; si algo queda, está en el recuerdo y el brío de seguir prestigiando una deliciosa brutalidad cada vez más en desuso.
Así como Pujol Baladas tiene un raro pacto con lo invisible (la poesía, la música, la inspiración…), tiene al mismo tiempo una difícil batalla contra las certezas; “Me siento seguro cuando rompo los códigos, cuando experimento; yo siempre estoy dudando quizá porque en el fondo sé que lo seguro es lo mortal” me ha dicho alguna vez… Larga vida Pujol…
Jaime Moreno Villarreal
De la carne a la pasión
Para ver en verdad, hay que cerrar los ojos. No lo digo yo; lo dijo, lo dice, lo seguirá diciendo un ciego. Quizá la lección más perdurable de la pintura del siglo XX sea haber aprendido a convocar –a veces mediante técnicas inverosímiles de juego, violencia o meditación- lo invisible. Devotos, como lo hemos sido, de la capacidad de ver más y más, de plantear problemas pluridimensionales sobre el plano, de revelar racionalidad e irracionalidad mediante iconos, de dar forma al concepto mediante objetos nuevos, hemos llegado a un punto donde ver más significa menos. El televisor sirve para arrullarse con un poco de ordinariez y violencia, el cine para entretenerse –es decir, para hacer algo con uno mismo-, los grandes museos para llenar rutas de agencias de viajes. Para ver en verdad hay que cerrar los ojos, dijo un ciego que había visto y recibió la ceguera como un don. A Jorge Luís Borges la ceguera le arrancó lo más preciado acaso, la facultad de leer; perdió los libros y ganó la noche al mismo tiempo.
Hay maneras diversas de ganarse la noche. La más elemental, quizá, es hallar un lugar dónde dormir. Manel Pujol me decía que al usar el cartón ordinario como soporte de su pintura se refería a la caja de cartón como habitáculo humano. Que su experiencia de artista en México le sugiera ese atisbo de la condición humana, me confirma que nos vamos entendiendo. No digo esto en nombre de un miserabilismo que no me compete. Pienso tan sólo que trabajar el cartón así, como parte de la propia vida, es hincar en el suelo, poner más que la planta del pie en la tierra, de algún modo indecidible fincar. Meterse en la caja de cartón es soñar con una casa cuando apenas se tiene frío.
En un relato magistral, el japonés Kobo Abe narró la historia de un hombre que vivía en una caja de cartón y se negaba a salir de ella, sosteniendo entretanto una guerra contra el mundo, contra otras cajas, de modo que iba reduciendo el universo a su pequeña porción deleznable. No es absurdo. La más desprovista situación física resulta al cabo metafísica. Manel Pujol nos pinta las paredes de una caverna semejante. Ahí entra por principio el cuerpo. ¿Cómo entra un desnudo en una caja de cartón; cómo entra el cuerpo del amor? Con su pobreza y su plenitud, su angustia y su deseo doblándose y desdoblándose. La elección de una paleta del blanco al negro no puede ser más exacta; la luz y la noche del cuerpo en su cápsula de carencia. Luego entra la ensoñación y adopta forma de música, especialmente de escritura musical. Manel Pujol intuye dos cosas: que la música expresa un orden cósmico, y que su escritura –elegante caligrafía y su precisa ortografía- ha debido tener como modelo la noche estrellada, sus celajes y sus paisajes. La música es la manera civil, diríase, de conjurar la profundidad de lo que permanece fuera de alcance.
Pujol aprovecha lo magro de la piel para ensayar la profundidad. Desprende a navaja las capas del soporte, lastimándolo, revelando sus canales, definiendo sus excoriaciones; procede a sellar con una capa vinílica y pinta así por lo menos en tres niveles físicos: el superficial, el acanalado y la base, de modo que actúa y dialoga hacia adentro afuera en un espesor milimétrico. Pujol se conduce ahí donde por lo común no se ve nada, donde hay que entrecerrar los ojos para acceder a proporciones mínimas que, una vez fijadas, se revelan constituyentes de lo invisible a ojos abiertos.
Por voluntad del pintor este arte se fija sobre superficies que, remedando al marco y la maria luisa –que tradicionalmente constituyen transiciones entre la representación y la habitación-, concomitantemente a otras materias, desde el granito hasta la boñiga, pero siempre como aglomerados, rimando como el triplay, como la melamina con el cartón, con las ciudades de cartón, con las vidas de cartón. Estas superficies están timbradas con tornillos industriales, verdaderos remates para remachar la pertenencia de la manufactura a la máquina.
En términos de sensibilidad, podría arriesgarse la idea de que hay artistas que responde a la sensación y artista que responden a la tentación. Creo que Manel Pujol pertenecería al segundo grupo, al de quienes experimentan el riesgo de tocar: de ahí sus inclinaciones por el cuerpo y por la música. Quien toca profundamente reconoce que visita lo invisible. Quisiera volver por un instante a Borges, porque creo que su ceguera es la fuente de lecciones proverbiales. Quizá luego de penetrar en estas cajas de cartón, con su plenitud y su carencia, se pueda recordar algún pasaje que ilustre la precariedad de nuestro órgano de visión. En un breve cuento, Borges afirma que cierra los ojos y ve una bandada de pájaros. No sabe cuántos pájaros ha visto. Son más de uno y menos de diez, pero no son nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Constituyen no obstante un número definido, un número entero que no cabe en esa numeración. Para Borges, ese número es una prueba de la existencia de Dios. Yo sugiero cerrar los ojos luego de abordar las obras musicales de Manel Pujol para intentar ver en lo oscuro. La vibración que permanezca en la retina será la prueba de la existencia de la música independientemente del sonido, problema por el que los grandes neoplatónicos, metafísicos y algunos soñadores de banca en los parques se han debatido.
José Ángel Leyva
Los silencios se pueblan de pigmentos
Manel Pujol Baladas es un artista plástico en quien se resume la tradición no sólo catalana, sino europea. En su pensamiento y en su gestualidad creadora se manifiestan los pulsos de una época de transformaciones que ambicionan nuevos lenguajes y territorios estéticos donde lo genuino, lo original, lo absolutamente moderno y revolucionador es determinante. La ruptura conlleva por necesidad la simiente fundacional. Y sin embargo suceden casos como el de Frida Kahlo que sin proponérselo, sin afanes trasgresores, viaja en el tren del surrealismo y es reconocida como tal por el propio conductor de la locomotora conceptual de esa vanguardia, André Breton; no obstante que la pintora mexicana se burla de tales “snobismos” durante su estancia parisina, donde sólo reconoce como auténtico innovador y artista a Marcel Duchamp, quien podría hoy, sin dificultad, acomodarse en las privilegiadas salas del arte conceptual o posmoderno.
En el caso de Pujol Baladas, nacido en Vic, Cataluña, España, en 1947, la herencia vanguardista se resume de manera sosegada, natural, sin pretender un estilo particular que lo delimite, sino como una actitud permanente de búsqueda en una época en que la pintura, como muchas otras tradiciones, son dadas, si no por muertas, al menos sí en proceso de extinción. Pujol Baladas transita sin dificultad por los diversos lenguajes pictóricos, sin ataduras ideológicas o compromisos nacionales, sin reparar en la utilización de recursos y técnicas para dar cauce a su propia dinámica creativa. Atento a los flujos actuales del arte, no pierde de vista la invaluable tradición concentrada en los museos, su milenario aporte, ni desdeña la fuerza libertaria de la modernidad, cuya esencia esté en el cambio; aprovecha, eso sí, el bagaje de técnicas, materiales, ideas y posibilidades que nos dejaron los ismos luego de su desvanecimiento en las consignas y manifiestos. El verdadero arte trascendió con sus enseñanzas, sus hallazgos, su talento antideleznable, lo demás es materia de una época.
Pujol Baladas no sólo es capaz de verbalizar su trabajo, sino de reconstruir su proceso creativo, de desplegar herramientas, sustancias, intenciones, intuiciones, accidentes afortunados, fórmulas y técnicas, vínculos y distanciamientos con sus maestros y sus contemporáneos; es pues un explorador racional (alquimista, le gusta decir a él) de la forma y el color en un mundo de posibilidades materiales y subjetivas, líricas.
Manuel Pujol: El Huapango pintado
Por: Fernando Díez de Urdanivia
Cada día se tiene mayor certidumbre
sobre la condición interdisciplinaria del saber. Está incompleto quien pretende un cuento, sin
dedicar muchas horas al análisis de la sicología y el entorno sociológico de
sus personajes. Pierde la brújula quien
habla de un poeta del pasado, abstrayéndolo de la política del país y las
tendencias del pensamiento universal en su tiempo.
Cuando se habla de las artes, es
legítima la tentación de hablar más bien de un arte con ramificaciones que usan
el color, el sonido, la forma, la letra y otros medios para expresar una sola
sustancia emanada de la sensibilidad y del espíritu.
La sinestesia es aspiración estética
largamente acariciada. Richard Wagner
soñó con un arte lírico que abarcase a todos los demás y Edgar Allan Poe dijo
que el rayo anaranjado del espacio y el zumbido del jején le producían la misma
sensación; escuchando al bichito percibía el color, y contemplando el color
creía escuchar al jején. A la idea
simbolista de Baudelaire de que la esencia espiritual del arte está en la
musicalidad, manejada también por Verlaine, el crítico Arquéeles Vela dijo
encontrarla por igual en las correspondencias de colores y sonidos.
Bouasse fue uno de los primeros en
establecer, basándose en que tanto luz, como sonido y color son fenómenos
vibratorios, una tabla de equivalencias entre los siete colores y las notas de
la escala diatónica, concepto que siguieron, con algunas variantes, el
compositor Edgar Varese y el poeta Nicolás Beauduin: Para dos de ellos, la nota do es roja,
mientras para el otro es blanca; el azul corresponde tanto al re y al mi, como
al sol, y el verde oscila del re al fa.
Una referencia de esta índole, aunque
breve, es imprescindible para abordar el arte del pintor catalán Manuel Pujol
Baladas, quien está exhibiendo cuadros donde su personalidad rebasa el trabajo
plástico y llega a la esmerada preparación de colores y lienzos. El artista se procura sus pigmentos a partir
de lo minera y de lo orgánico, y lo que llama su “papel-tela” o sus cajas de
cartón en que pinta, con procedimientos del mejor abolengo artesanal.
Sobre el huapango, la danza común a
las Huastecas de Veracruz, Puebla, Hidalgo, Tamaulipas, Querétaro y San Luís
Potosí, cuya instrumentación original pide violín, jarana y guitarra quinta y
cuya etimología náhuatl la vincula a su ejecución sobre un tapanco, José Pablo
Moncayo estrenó en 1941 la obra mexicana de concierto que ha dado quizá más
vueltas al mundo. Con base en la partitura
de Moncayo, Pujol ha convertido música en colores, para ofrecer una
interpretación que avala su sensibilidad plástica “atenta a los sonidos de la
materia”, como bien ha dicho Mónica Lavín.
Junto a la obra sobre el Huapango, en la exposición se puede
admirar otra, cuya fuente es
Frente al arte abstracto, lo primero que
nos surge es el temor de la falacia. Nunca faltará quien nos diga que con una
raya morada cruzada por otra negra, sobre un fondo añil sucio, está mostrando
su genial versión del destino del hombre, con eficacia similar a la de un
músico que lo representa en seis compases estridentes. El arte de Pujol no pretende sorprender, sino
convencer. En lugar de disimular
procedimientos, los exhibe casi con impudicia.
Declara en cada identificador, por ejemplo, que tal cuadro parte de los
temas del trombón o de los cornos, que se escuchan entre los compases 23 y 31
de la pieza de Moncayo, como consta en la partitura a la vista del espectador.
Formado al abrigo de Dalí, Miró y
Picasso, Pujol Baladas enriquece desde 1998 la escena pictórica mexicana. Su propuesta sincrética que busca la
sugerencia y rehúye la concreción, es un aire saludable que nos llega del
pasado simbolista, con vida nueva de la más rigurosa actualidad. Para reunir la obra expuesta con el certero
título Opus en color, como él mismo
dice ha tenido que “convertirse en nota musical y viajar”.